La lengua es parte de la identidad de una persona, de un grupo, de un pueblo, de una cultura. Lo saben los adolescentes cuando hacen de ciertas palabras (neologismos, muchas veces) un código privado y diferencial. Lo saben los políticos – o más bien sus asesores- cuando planifican sus discursos. Los discursos en el ágora popular de un espacio público está en retroceso en Argentina. La Plaza de Mayo ya no es el lugar donde los ciudadanos van a escuchar (escuchar, no oir) las ideas de sus representantes. Ricardo Alfonsín, primer presidente electo tras la dictadura, invocaba en sus discursos, unificando diferencias partidarias, a los «argentinos de mi patria». La democracia, como un mundial de fútbol, nos recordaba que antes que simpatizantes de un facción política somos todos ciudadanos de Argentina. Los discursos de Perón excluían a quienes no fueran sus «compañeros». Un tal Carlos de Anillaco construyó un discurso casi mesiánico al invocar a los «hermanos y hermanas» de su patria. Cristina Fernández, quien además habla de sí misma en tercera persona (esta Presidenta, la Presidenta, etc.)- retoma la oratoria peronista al invocar a
Compañeros; hermanos y hermanas: muchas gracias, compañeros, compañeras, hermanos y hermanas…
Quiero amigos y amigas, compañeros y compañeras, en esta tarde, en la cual nos hemos desbordado en la cantidad de compañeros, amigos, que hoy nos hemos encontrado aquí, reflexionar con todos ustedes, junto al resto de los argentinos.
Discurso de la presidenta en mayo de 2008 en ocasión del paro agrario.
Leer:
discurso de asunción como presidenta
Análisis del discurso de asunción
Todos los discursos de Cristina Fernández. Actualización 2012: Lamentablemente, este enlace <http://blogs.perfil.com/presidencial/> ya no funciona y el blog al que remitía ha desaparecido.
Nombrar al otro, al opositor, en los discursos políticos es una estrategia retórica. Lodares, en el siguiente artículo aparecido en la página del castellano, analizaba el «plebeyismo lingüístico» en el discurso de los federales y de Perón. Les dejo un fragmento:
El particularismo lingüístico rioplatense
Por Juan Ramón Lodares
El 24 de febrero de 1946, Juan Domingo Perón obtuvo un rotundo triunfo en las urnas. El 56 por ciento de los electores votó su candidatura presidencial. En los mítines, Perón no trataba a los adversarios políticos de tontos y desgraciados, que hubiera sido lo razonable, sino de pastenacas y chantapufis, o sea, lo mismo dicho en alguna de esas jergas porteñas tan comunes entonces.
Los opositores políticos eran unos contreras y quienes apoyaban al peronismo, los grasas. Fórmulas de indudable éxito que entonces te podían llevar a la Casa Rosada. Los peronistas veían en ellas la expresión popular, desgarrada y arrogante de un líder al estilo de los viejos caudillos criollos. A poco de ganar las elecciones, en la paredes de Buenos Aires aparecían pintadas como «Le ganamo a lo dotore». Los doctores eran, como puede suponerse, gente poco peronista y poco amiga de la grasa.
En sí misma, la oratoria peronista no era nueva. Seguía una tradición muy antigua y muy arraigada en el Plata, una especie de plebeyismo lingüístico que consistía en ganarse la voluntad de las masas procurando hablar como hablaban ellas. Había algo de artificio en el procedimiento, pero era útil. El peronismo debió su éxito propagandístico a estos particulares usos (en la parte que le corresponde). Igual que en la campaña presidencial de Eisenhower, en 1952, se ganaban las presidenciales con el lema «I like Ike», en la Argentina de los años cuarenta, un chantapufi o una tratativa (negociación) bien puestos le venían muy bien al político populista.
En esto, no habían cambiado mucho las costumbres argentinas típicas del siglo XIX. Sarmiento describe así el país: «Había, antes de 1810, en la República Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles, dos civilizaciones diversas: una, española, europea, culta, y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen y, después de largos años de luchas, la una absorbiese a la otra». La primera sociedad solía integrar el partido unitario y la segunda, el federal. El unitario se distinguía por sus modales finos, su comportamiento ceremonioso, sus ademanes pomposamente cultos y su lenguaje altisonante y lleno de expresiones librescas. Para los unitarios, los federales eran unos gauchos o jiferos, o sea, unos bárbaros. Para los federales, los unitarios eran unos cajetillas, o sea, unos afeminados.
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